Recuerdo cuando leí por primera vez a Octavio Paz con su libro “El
Laberinto de Soledad” y todo aquello que me dejó. Es un libro que he podido
leer y releer tantas veces que cada vez que lo hago encuentro algo nuevo o lo
siento de una manera distinta a la primera, segunda, tercera y etece vez que lo
he leído. Especialmente, me a marcado la existencia una frase que se encuentra
al principio de este: “Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra
muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien
muere de muerte violenta, solemos decir “se lo buscó.” Y es cierto, cada quien
tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano o
muerte de perro son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. Si la
muerte nos traiciona y morimos de mala manera, todos se lamenta: hay que morir
como se vive. La muerte es intransferible, como la vida. Si no morimos como
vivimos es porque no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como no
nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quien
eres.” [1]
Inherentemente e interiormente adapté todo esto hacia mi, simulando
abrazar toda esa tesis como una forma creacionista divina de mi propio ser,
adoptandola a mi propia perspectiva sobre la vida y sobre la muerte donde
pudiera plenamente identificarme con ella y hacerla mía totalmente de tal
manera que influyera a posteridad.
Para mi resultaría incongruente creer en un destino donde moriremos
como hemos vivido porque no creo en lo más mínimo en el destino. Creo románticamente en una forma de vida en la cual poder ir y venir de donde
queramos, a base de decisiones que van influyendo a posteridad en ella y que
relativamente nos llevara a un fin pudiera decirse, alternativo (como unos
dados que están a punto de caer en una mesa para dictar un número).[2]
Pero, ¿Por qué no explorar ésta pequeña posibilidad sobre la existencia de un
guión sobre nuestras vidas maquilado por un ser supremo desde los cielos y del
cual no nos podemos salir aunque lo intentemos mil veces?
(Como ecuación matemática mortal donde me han dicho que, a la
edad que te conocí debo dividirla en dos y al resultado sumarlo a la edad que
tenia cuando me enamoré de ti, cuando cada vez que te veía el corazón latía tan
rápido, tan fuerte. Del ritual eso fue lo que obtuve, una fecha que simplemente
me ha sentenciado a muerte.)
Y así es como me he pasado la vida queriéndote día tras día sin
olvidarte uno solo de ellos, cumpliendo la condena, viviendo intensamente
buscando y creyendo que no es cierto pero cada día que pasa pareciera que se
confirma. ¿Es una historia trágica no? Al menos lo es para mí.
[1] Octavio Paz. (2008). El Laberinto de la Soledad. Madrid,
España: Editorial Catedra Letras Hispánicas. 14a edición. Pág. 189
[2] Parece
que la definición de la libertad que he dado suena a mero sinónimo del destino
al que tanto reprocho y pataleo. Quizá, en este momento entiendo que van de la
mano, que son como un yin y un yan que se conjugan para hacer un solo factor
esencial de la vida para elaborar algo mucho más complejo que simples
definiciones.
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