domingo, 6 de noviembre de 2011

Au revoir..

A estos últimos días podría deciros que han sido por extremo intensos, muchos de ellos han sido tan explosivos en emociones, en llantos, sufrimientos, alegrías, ideas que no he logrado realizar pues han sido diversas las formas que lo imposibilitan.

Detente tiempo un tanto –mientras me digo esto tan solo prendo un cigarro, acerco el cenicero que se encuentra en mi buró el cual pertenecía a mi abuela y le doy la fumada. No me hizo, no esperaba menos de él.

Cuando mi abuela murió fuimos muchos los que lloramos su ausencia, no concebíamos la idea de que ya nunca más estuviera ahí para nosotros –que frase tan egoísta acabo de escribir- el mundo para todos se nos volvió diferente en ese instante y por más que quisiéramos que no fuera así, no podíamos hacer nada para impedirlo. Fue hace ya tanto tiempo y yo tan pequeño.

Miro a mi alrededor y noto una caja roja al fondo del cuarto, unos uniformes de mi trabajo abultados en el sillón y unos libros verdes que apilados en una mesita. Es lo que quedo de mi padre que también hace tiempo se me fue, también derribo mi mundo como nadie más lo había hecho. Me quede con unas cuantas cosas de él, un trabajo que prácticamente me heredo y una literatura que no se si alguna vez se sentó a leer en algún lugar de la casa. Allí esta para mi, en diversas cosas, palabras, costumbres, sabores, comidas, recuerdos.

A nadie le pasa por la cabeza la idea de que algún día uno de nuestros seres más queridos abandone este mundo porque creemos que nada cambiara, ni debe cambiar. Que mal estamos.

Mi madre un vez me dijo –después de pasado un tiempo el fallecimiento de mi padre-, algún moriré por eso mejor me he dedicado a vivir. Me pareció triste, no por el hecho de que tuviera conciencia de la muerte si no porque no se había dedicado a vivir como debía de haberlo hecho desde hace mucho.

La muerte a rondado más por vida estos últimos días en que he vivido, hace poco estuve a punto de morir –el 16 de septiembre para ser exactos- siempre lo había querido pero ahora, todo fue diferente. Después de sentir la posibilidad de nunca más estar en este mundo, de no poder realizar todo aquello que quise me quebré, se quebró mi ser completamente y me arroje al llanto como un niño al que le quitan un dulce. Ya nada es lo mismo desde ese día. Tengo miedo.

Unos meses después volvió esa señora, no directamente conmigo si no, con alguien a quien quiero mucho –el hecho de que ya no este no implica un verbo en tiempo pasado. Se llevo a mi perro.

Tenía por nombre Domingo, un Bull Terry completamente blanco, me contagiaba todas las mañanas de su inmensa felicidad antes de irme a trabajar. Siempre me lloraba antes de marcharme y era al primero que escuchaba cuando llegaba a casa. Un día de la nada ya no pudo caminar más, me encontraba recostado en mi cama pensando en nada cuando escuche sus lamentos. Mi corazón se sobresalto cuando lo escuche y salí al patio a ver qué pasaba. La escena es imborrable para mi, verlo allí tendido en el suelo con sus ojos de tiburón blanco mirándome con sufrimiento, como pidiéndome que lo ayudase. Mi corazón en ese instante se rompió, nunca enfermo en todo el tiempo que estuvo conmigo y verlo ahora así me parecía increíble. Lo tome en mis brazos y me lamio la cara, como agradeciéndome, solo me quedo sonreír por su optimismo y su característica felicidad. Tome como pude mi cartera, el celular, las llaves de la casa y del auto y lo saque de allí en mis brazos.

Nadie me quiso ayudar, a nadie pareció importarle el hecho de que un perro estuviera enfermo –mi corazón sufrió más en ese momento, porque no hicieron nada por él, ni por mí. Mis ojos comenzaron a llorar, no era para menos. Ajuste el asiento para que quedara lo más inclinado posible y no se lastimara, fui en busca de un veterinario que lo atendiera pero fue en vano, era sábado casi siete de la tarde, ya no había ninguno en la ciudad que pudiera atenderlo.

Volvimos a casa alrededor de las nueve de la noche, hice llamadas a todos lados para saber quien me podía ayudar. Nadie estuvo allí. Saque a Domingo en mis brazos del auto, pasamos la cochera de la casa, la sala y llegamos a mi cuarto, lo tendí en el suelo sobre algunas cobijas que tenía allí sin usar y me miro nuevamente con sus ojitos negros como agradeciéndome. Le abrace, puse mi frente en su oreja y le dije que no se atreviera a dejar aun, “eres más fuerte que yo, que voy a hacer si ya no estás más”. Cenamos juntos esa noche, me acompaño en mi soledad mientras yo intentaba hacer una tarea, después nos quedamos dormidos los dos sin darnos cuenta y al poco rato desperté para apagar la luz pero a Domingo le asustaba la oscuridad y la deje prendida.

A la mañana siguiente lo lleve al hospital, lo pesaron, lo analizaron, le hicieron radiografías y nadie supo que era lo que tenia. Le recetaron mil medicamentos –así exagero, en realidad solo fueron cinco diferentes pero eran demasiados. Pasaba el tiempo y no mejoraba, primero dejo de levantarse sobre sus patas delanteras y pasaba todo el tiempo recostado. Después dejo de comer igual que siempre lo hacía, en ese momento me preocupe, me enoje con él, por el poco esfuerzo que hacía para seguir viviendo, porque quería abandonarme, no luchaba más por él, no luchaba más, ya no era él.

Dejó de tomar agua y los medicamentos ya no los quería más, la comida no la masticaba aun que se la metiera a fuerza por su boca, solo la escupía y me miraba con sus ojitos tristes para que no lo regañara. Me rompió más mi corazón, me tire en el suelo junto a él y lo abrace. No quería que se fuera aun.

El jueves veintisiete de octubre me hizo caso en todo, comió un poco, bebió bastante agua y se movía un poco más de lo habitual. Eso me dio más esperanzas y me alegro la mañana. Por la tarde era igual, comía, tomaba agua y no me devolvía los medicamentos, no me fue difícil como en otras ocasiones. Me dio gusto en todo lo que le pedía y me hizo feliz.

El viernes veintiocho de octubre no logre despertar para ir al trabajo, ese día dormí al revés en mi cama –con los pies en la cabecera- así podía dormir del lado que me gusta dormir y mirar a mi perro para saber que aun estaba bien. Esa mañana el sol era intenso, mi perro estaba sobre sus cobijas y una sabana azul cielo lo cubría del frio. Desperté y mire el reloj, eran las 10:30 de la mañana, demasiado tarde para irme a trabajar. Lo miré, allí tendido, logre darme cuenta que él también me miraba con sus ojitos negros. Me di cuenta que respiraba con dificultad pero me sentía cansado de tantos desvelos, cerré mis ojos y me quede de nuevo dormido. Volví a despertar, miré el reloj y eran las 11:00 de la mañana, había dormido media hora más. Miré nuevamente a mi perro tendido, ya no me miraba y me preocupé, me levante súbitamente de mi cama me arrodillé y toque sus patitas, estaban tan frías ya. Apoye mi frente sobre su pecho y comencé a llorarle, el llanto no se detenía, mi corazón ya estaba hecho pedazos para aquel momento, le pregunte que porque me abandonaba, quien me iba a ladrar, con quien iba a compartir mi comida, quien iba a cuidarme, quien iba a llorarme, quien iba a dormir conmigo, quien iba a hacer travesuras en mi cuarto mientras no estaba. Lo abrace por rato, no sé cuánto.

Tan solo me quedo cobijarlo de nuevo con su sabana azul cielo y decirle adiós, nos veremos de nuevo algún día, para correr de nuevo juntos, compartirte de mi comida, hablarte de las estrellas que se miran en el cielo, hablarte en francés e idiotamente creer que me entiendes –mon petit dimanche. Te voy a extrañar tanto, aun hoy me duele mucho tu ausencia, porque estuvimos más de diez años juntos.

Hoy, me siento como el payaso afligido que toca la balada triste de la trompeta, con una mirada vacía y nadie que pueda entender el dolor que siente.